"Un cruce de caminos" podría ser un perfecto epígrafe para definir la obra de Walter Hill. Un conjunto de pulsiones personales y concesiones a la industria que se aprecian a lo largo de su trayectoria a medida que se fue integrando en el mainstream americano. No es nuevo. A muchos cineastas les ha pasado lo mismo. El resultado final depende un poco de la fortuna en equilibrar ambas vias. El director de "Driver" (1978) trazó un conjunto de obras magníficas al comienzo de su carrera que se fueron diluyendo a partir de 1982 con títulos donde primaban intereses comerciales con otros más personales. De ahí, la irregularidad en su filmografía global aunque realmente tenga pocos filmes desdeñables. Siempre hay algo interesante en sus obras: alguna escena, algún momento, algunos personajes, porciones de diálogo, las bandas sonoras. Es la empatía que el director americano tenga con el material puesto a su disposición donde se apreciará más su universo personal o la mera profesionalidad.
Eugene, un joven guitarrista blanco está investigando sobre la legendaria figura del bluesman Robert Johnson y una mítica canción (la nº 30) que compuso pero no llegó a grabar. En sus indagaciones descubre la presencia del armonicista Willy Brown en un geriátrico de su ciudad. Brown es un mítico bluesman que acompañó al legendario Robert Johnson un tiempo antes de morir. Al principio el veterano músico negro no le hace caso e inicia una relación irónica con el muchacho. Sin embargo, la insistencia de Eugene les convierte finalmente en compañeros de fuga en un viaje iniciático hasta el delta del Mississippi, el lugar donde comenzó todo. Un cruce de caminos, la carretera, el vagabundeo por distintas localidades, algunas actuaciones en directo, encuentros inesperados y un secreto del pasado serán la escuela que Eugene necesita.
"Crossroads" se inicia con la llegada de Robert Johnson al mítico cruce de caminos de la Ruta 61 donde según la leyenda hizo su pacto con el diablo. Una armónica suena como fondo sonoro de la sugerente escena. A continuación le vemos llegar a la habitación de un hotel para realizar una de sus míticas grabaciones. Ese inicio admirable y hermoso hubiese merecido una película como la que Eastwood había dedicado unos años antes al singular Red Stovall en la excelente "El aventurero de la medianoche" (1982). Sin embargo, la película vira hacia el cine juvenil de los ochenta con un toque más serio que de costumbre. El tema obliga a ello y el retrato desarrollado salvo algún momento aislado es aceptable. La mítica del blues y el ambiente de la carretera están bien trazados aunque abunda antes lo descriptivo que la necesaria profundidad dramática.
La apuesta comercial de la película supone un pequeño lastre. Ralph Macchio con su chaqueta arramangada y sus nike puede parecer cualquier cosa menos un protomúsico de blues. Si embargo su limitada actuación (más voluntariosa y activa que en sus encuentros "karatekas") encuentra un magnífico contrate con el Willie Brown encarnado por Joe Seneca. El viejo armonicista negro olvidado por todo y por todos encuentra en el joven guitarrista blanco una buena diana para divertirse de su tedio vital. La alocada pasión de Eugene es contestada con divertidas replicas por parte de Brown iniciándose un juego que ayuda a asentar su relación. La mejor de ellas: ¡Un bluesman de Long Island! (alguno hay, todo sea dicho).
El viaje que inician sigue las pautas esperadas. El joven Eugene descubrirá lo que no le enseñan en su Escuela de Música y el viejo Willie Brown con su caracter esquivo aunque entrañable sirve de modelo a seguir para el muchacho. Una pareja poco o nada parecida a filmes similares de la época. En su trayecto habrá encuentros y desencuentros, unos mejor expuestos que otros. Un ejemplo es la aparición de Frances, una joven con la que comparten algunos días de viaje, un romance con Eugene metido con calzador y su posterior desaparición para continuar viaje en solitario. Ese engarce dramático un poco naive y poco turbulento, sirve bien para explicar al recien llegado de la edad del protagonista la esencia que mueve los hilos del blues. Otros detalles son más interesantes: el racismo que pervive todavía en el lugar, el ambiente de los locales y hospedajes que visitan o el mítico cruce de la ruta 61 como enigmático templo pagano de la música afroamericana.
Aunque escrita por John Fusco (que introdujo en el guión algunas experiencias personales), Walter Hill encontró en "Crossroads" (1986) elementos más que suficientes para desplegar su pasión melómana y su gusto por las historias de carretera. El resultado es uno de los filmes más atípicos del director, un acercamiento al acervo musical norteamericano con sus lógicas limitaciones pero donde no faltan aspectos destacables. El gran Ry Cooder se ocupó de desarrollar la estupenda banda sonora recuperando para la misma al genial Sonny Terry a la harmónica. Curiosamente el climax del filme con la aparción de Steve Vai es una de las escenas más recordadas de la película. Un duelo de guitarras un tanto excesivo y de cara a la galería que pierde ese toque intimista que la música blues necesita. Con todo ese escenario mental donde se desarrolla con la aparición del diablo y su auditorio afroamericano le otorgan la ambientación necesaria. Para reposar entre los relatos duros y secos de Hill, "Crossroads" (1986) es un grato entretenimiento.
Lo mejor: Joe Seneca, la ambientación de la película, la banda sonora y su excelente comienzo.
Lo peor: las concesiones comerciales.
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