En la filmografía de ciertos actores, cuya obra con el tiempo va adquiriendo contornos extraños, extravagantes e incluso misteriosos, el cinefago curioso puede encontrar títulos cuanto menos peculiares. Cameron Mitchell es uno de esos casos. Un actor que trabajó con directores de la talla de Raoul Walsh, Sam Fuller, Andre de Toth, Mario Bava, Monte Hellman, Martin Ritt, y que pasa por ser uno de los rostros más reconocibles del cinema B a ambos lados del Atlántico.
Sobrio cuando tenía que serlo, excesivo cuando la película estaba por debajo de sus posibilidades, Mitchell es uno de esos actores que provocan empatía hagan lo que hagan. Su extensa filmografía superior a los 200 títulos, desarrollada en todos los continentes, en películas que ostentan todas las letras del abecedario presupuestario, abarcable en todo tipo de géneros, es rica en psicotronías y cult movies variadas. Como el caso que nos ocupa: Nightmare in Wax (1969).
Vincent Renard, un experto y reputado técnico en maquillaje cinematográfico, inicia una venganza contra el dueño de un estudio cinematográfico que le desfiguró y de paso contra algunas personas de la babilonia hollywoodiense. Su método: un museo de cera poblado por figuras humanas inmovilizadas por un fórmula de su invención.
Temática menor dentro del cine fantástico, los museos de cera siempre han conseguido retrotraer al espectador a épocas anteriores. En este caso, aunque se actualiza la historia e incluso la época, siempre parece chocar ese mundo grandguiñolesco y netamente pulp de los waxworks con otras atracciones contemporáneas más populares y reconfortantes. Sin llegar a las miserias circenses, un museo de cera en pleno Hollywood constituye sin pretenderlo un monumento sepulcral, al cual su protagonista va añadiendo nuevas adquisiciones.
Aparte de una eficaz distante e incluso divertida interpretación de Cameron Mitchell, su personaje y su venganza parecen pertenecer a otra período. Quizás conscientes de ello, los responsables del filme intentan animar la función con una trama detectivesca (Scott Brady que parece surgido de una producción B de los 40 investiga el caso) y alguna aparición de Renard en ambientes y guateques de colorido abiertamente pop. La truculencia en los efectos o el despliegue nudie están curiosamente ausentes.
Los mejores momentos del filme transcurren en la morada de Renard, ese laboratorio repleto de artilugios y figuras, donde el personaje traza sus maliciosos planes en pos de lograr su buscada justicia poética. Hay como no, un personaje femenino que en otro tiempo estuvo de su lado y que es el verdadero motivo de su desfiguración. Pero el halo dramático que desprende es más intuido que desarrollado.
Dirige Bud Townsend, director que tuvo sus mayores logros en películas eróticas como Alicia en el país de las pornomaravillas (1976), Coach (1978) o The Beach Girls (1982). Su estilo anodino y gris, incluso le sienta bien a una película como esta. En el fondo, el auténtico protagonista no es el museo, ni los asesinatos, ni una puesta en escena preciosista, ni una atmósfera malsana...sino Cameron Mitchell, auténtico one man show.
Sobrio cuando tenía que serlo, excesivo cuando la película estaba por debajo de sus posibilidades, Mitchell es uno de esos actores que provocan empatía hagan lo que hagan. Su extensa filmografía superior a los 200 títulos, desarrollada en todos los continentes, en películas que ostentan todas las letras del abecedario presupuestario, abarcable en todo tipo de géneros, es rica en psicotronías y cult movies variadas. Como el caso que nos ocupa: Nightmare in Wax (1969).
Vincent Renard, un experto y reputado técnico en maquillaje cinematográfico, inicia una venganza contra el dueño de un estudio cinematográfico que le desfiguró y de paso contra algunas personas de la babilonia hollywoodiense. Su método: un museo de cera poblado por figuras humanas inmovilizadas por un fórmula de su invención.
Temática menor dentro del cine fantástico, los museos de cera siempre han conseguido retrotraer al espectador a épocas anteriores. En este caso, aunque se actualiza la historia e incluso la época, siempre parece chocar ese mundo grandguiñolesco y netamente pulp de los waxworks con otras atracciones contemporáneas más populares y reconfortantes. Sin llegar a las miserias circenses, un museo de cera en pleno Hollywood constituye sin pretenderlo un monumento sepulcral, al cual su protagonista va añadiendo nuevas adquisiciones.
Aparte de una eficaz distante e incluso divertida interpretación de Cameron Mitchell, su personaje y su venganza parecen pertenecer a otra período. Quizás conscientes de ello, los responsables del filme intentan animar la función con una trama detectivesca (Scott Brady que parece surgido de una producción B de los 40 investiga el caso) y alguna aparición de Renard en ambientes y guateques de colorido abiertamente pop. La truculencia en los efectos o el despliegue nudie están curiosamente ausentes.
Los mejores momentos del filme transcurren en la morada de Renard, ese laboratorio repleto de artilugios y figuras, donde el personaje traza sus maliciosos planes en pos de lograr su buscada justicia poética. Hay como no, un personaje femenino que en otro tiempo estuvo de su lado y que es el verdadero motivo de su desfiguración. Pero el halo dramático que desprende es más intuido que desarrollado.
Dirige Bud Townsend, director que tuvo sus mayores logros en películas eróticas como Alicia en el país de las pornomaravillas (1976), Coach (1978) o The Beach Girls (1982). Su estilo anodino y gris, incluso le sienta bien a una película como esta. En el fondo, el auténtico protagonista no es el museo, ni los asesinatos, ni una puesta en escena preciosista, ni una atmósfera malsana...sino Cameron Mitchell, auténtico one man show.
Estoy mirando la filmografía de Cameron Mitchell en IMDB y es increíble. Ha hecho de todo.
ResponderEliminarUn auténtico todoterreno. Personalmente recomiendo sus viking movies.
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